Actualizado el 12 octubre 2022 por Sinmapa
El mar no me quiere. Y si «quiere» algo, es “matarme”. Eso fue lo que pensé, entre otras tantas cosas, las milésimas de segundos en los que mi vida pasó como un flash ante mis ojos en medio del Pacífico de regreso en lancha rápida a Santa Catalina desde la isla Coiba, al noroeste de Panamá. Maldije no haberle hecho caso al médico… ni a mis instintos. Nos íbamos a matar todos.
Pero no nos adelantemos.
Cuando el médico del importante hospital en Panamá City revisó las radiografías de mi costillas me dijo: “Te diste un buen golpe. Tuviste suerte y es sólo una fisura. Podrías habértelas destrozado”.
El huracán Otto había sacudido las aguas caribeñas durante mi travesía desde Cartagena de Indias hacia Puerto Lindo via el idílico archipiélago de San Blas y las conscuencias fueron devastadoras. Devastadoras para las islas, para los países que tocó y arrasó y también para mi cuerpo. Me recetó reposo absoluto y medicina para calmar el dolor.
Ya había estado en esta situación alguna vez. Me recetan reposo y yo me encuentro en el lugar menos apetecible para hacerlo. En su momento fue en Shanghái a 15 grados bajo cero y decidí hacer el resposo en una playa de postal en Malasia. Esta vez fue en la capital panameña.
Pensé que mejor me iba para la costa pacífica, a un pueblo tranquilo frente al mar. Así fue como, con paciencia y sin hacer esfuerzos que dañaran aún más mis costillas, me tomé un bus a Soná y desde allí otro hasta Santa Catalina.
Santa Catalina es un pueblo pequeñito que aún no está muy desarrollado ni para el turismo y casi ni para sus habitantes.
El “pueblo” se reduce básicamente a sus únicas dos calles: una que baja hacia la playa de arena negra volcánica y otra que la cruza a unos 200 metros del mar y sobre la que se asientan algunas tiendas de buceo, algunas agencias que promocionan los tours a Isla Coiba, un par de hostales y algún que otro restaurante –uno de ellos con una heladería italiana incluida.
Desde esa calle que corre paralela al mar salen varias calles de tierra que se embarran y se hacen intransitables cuando llueve y que te llevan a hostales y restaurantes que están sobre la costa pacífica. Para hacerlo más gráfico, esa calle es como un peine con pocos dientes.
Al final de la calle, y tras caminar unos 25 o 30 minutos desde la intersección, llegas a Punta Esteros: el paraíso surfero.
Santa Catalina está rodeado de colinas verdes, y sus calles vacías no tienen alumbrado pero si palmeras. No tienen cajeros automáticos, ni supermercados.
Hay una tienda con productos básicos –muy básicos- para salvarte a último momento si necesitas una botella de agua, una bolsa de pan de sandwich o papel higiénico.
No hay transporte público, sólo el bus que llega sólo unas pocas veces al día y que se ve obligado a dar la vuelta en cuento llega al mar para poder regresar a Soná, desde donde ha venido.
Yo me hospedé en un hostal realizdo íntegramente en bambú, y de ahí su nombre: “Deseo Bambú Ecolodge” que está al final de una carretera imposible de barro, sobre la carretera principal que cae al mar.
Desde el hostal tienes que caminar unos 20 minutos, primero por tierra y luego por la carretera, para llegar al “centro”. El centro se reduce a ese cruce de calles donde se concentran muchas de las pocas agencias que hay.
Caminé hasta la playa de Santa Catalina y prácticamente no había ni un alma en la calle. Ni en la playa. Ni en los dos o tres bares del cruce. Si no fuera porque se escuchaba un hilo musical -que no supe concretar de dónde venía-, y que en algún momento vi movimiento tras una ventana, hubiera jurado que estaba desierto.
Aproveché que ya no lloviznaba para caminar por la otra carretera, la que se estira paralela al mar. No tenía un destino claro, sino recorrerla para ver qué me encontraba.
Así fue como llegué, tras caminar 4km, al bar-restaurante-hostal Mama Inés, un punto de encuentro para muchos surfistas que esperan que suba la marea para salir a cabalgar olas. Si, luego me enteraría que Playa Estero es el paraíso surfer y prueba de ello que todos los hostales en esa zona alquilen tablas de surf.
Ahí me encontré, de casualidad, con dos de los chicos del Victory (el otro barco afectado por el huracán Otto en San Blas). Nos tomamos un café juntos mientras esperaban que las olas llegaran. A pesar de querer aprender a surfear, las costillas me lo impedían. Así que lo mío era más de observación y contemplación.
Cuando emprendí el regreso al hostal, ya caída la tarde, me di cuenta de lo silencioso que era el pueblo. Aunque ya había un poco más de gente en las (únicas dos) calles, todos se movían a cámara lenta. Allí no hay prisas. Muchos de ellos estaban aún cargando con el equipo de snorkel y/o buceo, o con la toalla en el hombro tras domar olas.
A pesar de que no me convencía la idea de subirme de nuevo a un barco, la tentación de conocer la isla Coiba y su impresionante biodiversidad –que le valieron para obtener el título de Patrimonio de la Humanidad- era más grande. Reservé un sitio en un tour para el día siguiente.
El trecho desde el cruce de calles hasta el hotel era oscuro. Totalmente oscuro. No había ni una farola que indicara el camino. Agradecí que los móviles de hoy en día incluyeran una linterna. Llegué al hotel, cené y domrí con el sonido de las chicharras.
El día amaneció encapotado. Los nubarrones grises no eran un buen augurio para una expedición hacia el Parque Nacional Coiba. El trayecto en lancha rápida hacia allí se hace en casi una hora y media. Por el Pacífico abierto. Como no tenía manera de contactar con la agencia con la que haría el tour, me calcé el bikini, por las dudas llevé una toalla y la cámara y caminé hasta el famoso cruce de calles.
Eran las 8.15h y en la agencia se movían con algo de rapidez: preparar la comida de los turistas, alistar el equipo de buceo, hablar con el “capitán” de la lancha y el guía de snorkel. Yo estaba sentada observando eso y sentí miedo. Volví a preguntar si no era peligroso ir con una inminente tormenta.
Me dijeron que no. Además estaban seguros que en la zona de Isla Coiba el clima estaría bien, incluso con “claros” como para disfrutar del snorkel.
La verdad es que me daba miedo volver a subir a una embarcación. Me sentía más segura en la tierra. Ni el agua ni el aire son mis medios favoritos. Pero a Coiba tenía que llegar si o si por mar. Me concentré en la respiración y me dije que estaba exagerando. Que mis paranoias siempre me jugaban una mala pasada.
Aún así, al llegar a la lancha le pregunté al “capitán” si tenían radio para comunicarse con tierra firme en caso de que nos pasara algo: “no va a pasar nada, tú tranquila. Y sí, tenemos radio”, me dijo de forma condescendiente mientras se daba la vuelta para seguir alistando la embarcación.
Ya lo había escuchado varias veces: el paraíso natural de Panamá, después del archipiélago de San Blas no es Bocas del Toro como muchos creen… está en el Pacífico y es Parque Nacional Isla Coiba. Tenía que verlo, más allá de mis miedos y paranoias.
Y resulta que este paraíso panameño, en el pacífico, tiene un secreto que explica, a su vez, el por qué se mantiene tan virgen, tan puro, tan intacto. Durante muchos años y -hasta 2004- fue una prisión. Me imaginé a esos reos mirando por su pequeña ventana de rejas y observar las postales más idílicas del país.
Primero pensé que qué suerte tenían. Pero luego me di cuenta que no habría mayor tortura que ver esas playas vírgenes de aguas turquesas y arenas blancas y no poder disfrutarlas.
Éramos 9 en la lancha. Un grupo de 6 personas que viajaban juntas, todos miembros de una misma familia americana, el capitán, el guía de snorkel y yo. Todos nos pusimos el chaleco salvavidas como sugirió el capitán. A mitad de camino comenzó a lloviznar y el viento era frío. El viaje se hizo eterno. Pero tras una hora y media de “sufrimiento”, llegamos a la primera isla: granito de oro.
Como yo seguía convaleciente de mis costillas y no era capaz de nadar ni mover el brazo, el guía de snorkel me sugirió que me pusiera el flotador y la máscara y así él podría “arrastrarme” por toda la zona para que yo pudiera ver peces y nadar con las tortugas. Asi lo hice, y fue espectacular. El fondo marino de este Parque Nacional es absolutamente mágico, y es el segundo arrecife coralino más grande del pacífico.
Luego fuimos a hacer snorkel en la Isla Coco y para cuando llegamos a Isla Coiba, la más grande de este parque nacional compuesto por 28 islas e islotes ya había sol y el cielo se había despejado. En este última isla hicimos un picnic en unas mesas que tiene cerca del muelle y el capitán pagó nuestra entrada (20us$).
Aprovechamos que el día estaba lindo y fuimos hasta Isla Ranchería, una de las más bonitas de la zona para tumbarnos en la arena, caminar y darnos baños.
La isla estaba cubierta de palmeras con cocos y de cangrejos ermitaños que daban la ilusión de que el piso completo de la isla se movía. Eran cerca de las 4 de la tarde cuando el capitán dijo que debíamos emprender la retirada.
Los 9 nos subimos a la lancha, cada uno cogió un sitio y se dejó acariciar por la brisa marina exacerbada a ratos por la rapidez de la lancha. A medio camino el cielo volvió a encapotarse y de repente descargó un aguacero que dejaría como una simple “llovizna” al diluvio que describió Noe. La embarcación apenas tenía un pequeño techo de tela que no resistió ni dos minutos de la tormenta y empezó a colar el agua. Estábamos todos empepados y el frío erizaba la piel.
La tormenta torrencial no daba tregua y no quedaba un milímetro seco en la pequeña embarcación provista de un motor fuera de borda. El Pacífico mostraba su furia y las olas nos tambaleaban de un lado para el otro y nos hacían saltar. El “capitán” o chulito con licencia (?) para manejar esa lancha seguramente tendría inseguridades varoniles y quiso mostrar su podería acelerando al máximo para mostrar su bravura, su condición de macho cabrío.
El resto de los ocupantes de la embarcación estábamos empapados, con frío y algo de miedo. Lo noté en las miradas, en las manos que agarraban con fuerza demencial los bordes de la lancha.
Me pregunté qué demonios hacía yo otra vez en una embarcación, a menos de 2 semanas de haberme fisurado las costillas en el Caribe, en mi travesía de Colombia a Panamá en un velero. Me puse el chaleco flotador. Me agarré fuerte a un lateral de la lancha. Y después pasó lo que más temía.
Fueron unos pocos segundos que los sentí como horas… el capitán perdió el control sobre la embarcación y ésta comenzó a ladearse con bravura, como si fuera a empezar a dar trombos en el agua. Me aferré al lateral de la embarcación como a hierro ardiendo e intenté no golpearme las costillas de nuevo.
Todo era confuso, nos sacudíamos con ferocidad e intabamos no salir volando hasta que de repente, vi el agua a menos de 5 milímetros de mi nariz. El barco estaba de lado completamente y, en ese microsegundo temí lo peor.
Trombos a toda velocidad: descontrol absoluto, confusión. Todos estábamos en silencio, o al menos no escuché a nadie gritar. Y luego, la embarcación cayó con fuerza sobre el mar y se quedó recta, flotando. No sé cuánto duró el desconcierto. Pero sé que recuperé la conciencia y miré a mis compañeros.
Estábamos todos atemorizados y sobrecogidos. Rígidos y aún agarrando con fuerza los laterales de la embarcación. El capitán se lanzó al agua para ver qué había ocurrido y unos minutos más tarde sentenció: se rompió el timón.
El agua seguía cayendo con fuerza, nosotros a la deriva y… ¡sin radio! El capitán me había mentido. Teníamos sólo una opción: el capitán debía ponerse “a caballo” junto al motor y que sus manos fueran el timón. Él debía guiarnos hasta el muelle a paso de tortuga. Bajo el diluvio y con el susto aún metido en el cuerpo.
Yo no atiné a hablar de nuevo. Estabá en shock. Tardamos cerca de 3 horas en llegar, y en cuanto nos acercamos al muelle salté de la embarcación y sin despedirme salí corriendo. Corrí lo más lejos posible del barco y del mar. Corrí hasta el hostal, me metí bajo la ducha caliente durante un largo rato.
Me abrigué y me tumbé en la hamaca que estaba colgada frente a la puerta de entrada de mi habitación. Aún sentía el miedo bajo mi piel. Me dolían los músculos de la tensión por el miedo y por el frío. El mar no me quiere. Y si quiere algo, es “matarme”. Eso fue lo que pensé- Maldije no haberle hecho caso al médico… ni a mis instintos.
Juré no volver a subirme a un barco. Rompí la promesa 2 semanas después.
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3 comentarios
Nosotros casi morimos ahogados volviendo de coiba este verano. Una experiencia terrorífica, y ni nos dieron chalecos los de expedición coiba
Terrible
La verdad es que este tema de la seguridad en las excursiones y tours es algo que tienen que mejorar mucho.
Un abrazo y gracias por compartir tu experiencia.
Honestamente no quiero salir contigo jamás jajajaja