Actualizado el 24 agosto 2020 por Sinmapa
Siembre había querido navegar a San Blas. Pocas cosas sabía sobre mi siguiente aventura al momento de dirigirme al Club Naútico de Cartagena de Indias. Pero de todas las cosas que ignoraba, la más temible fue que se avecinaba un huracán.
“La ignorancia es felicidad”, dicen.
La noche había caído sobre Cartagena de Indias y en un hotel del barrio de Getsemaní yo esperaba ansiosa al taxi que me llevaría hasta el puerto. El aire estaba húmedo y caliente, las estrellas brillaban en un cielo limpio de nubes y la luna menguante apenas iluminaba las calles empedradas.
Quienes me leeis seguido sabéis que intento ponerme algunos retos personales durante los viajes. Si en India fue superar un curso de meditación Vipassana, en Sud y Centroamérica fue superar la claustrofobia de los espacios reducidos –y de los que una no puede “escapar”- junto a la agorafobia que me producía estar en medio del mar abierto, donde el horizonte es siempre una línea difuminada sin sobresaltos que den indicios de “tierra firme”.
Además, como en los aviones, en un velero tu vida está en manos de una persona a quien te entregas y de quien te tienes que fiar por completo, de lo contario el viaje se convierte en una tortura.
Bueno, una “tortura” sólo si eres tan paranoica, fóbica e hipocondríaca como yo. Pero la chica de la agencia BlueSailing, con quien reservé el viaje, me aseguró que sus botes estaban en óptimas condiciones y que sus capitanes no tenían el “problemita” que muchos otros capitanes tienen: el alcohol. Porque en serio… nada me daba más miedo que estar en mar abierto ¡con un borracho en el timón!
Así fue como sin –querer- pensarlo mucho acepté el reto: casi una semana navegando por el Mar Caribe desde Cartagena hasta Puerto Lindo pasando unos días por el más idílico de los archipiélagos del mundo: San Blas.
Estaba decidida.
De Colombia a Panamá.
De Sudaméria a Centroamérica.
El reto: cambiar de continente en un velero pequeño llamado Big Fish 2.
Pasar 5 o 6 noches surcando el Mar Caribe.
Junto a once extraños.
Iba a ser la aventura de mi vida.
Llegué tarde al velero, no por impuntualidad, sino por despiste. Estuve más de una hora sentada a solas en un muelle que no era el correcto hasta que Amy, la cocinera americana, me “rescató”.
Para cuando embarqué las presentaciones oficiales ya se habían hecho. En el Big Fish 2 éramos un total de 12 personas de las cuales 3 eran tripulación y 8 serían mis compañeros de aventura.
El velero era pequeño y contaba en la parte inferior con cuatro camarotes -dos dobles y dos triples- y dos baños. En la parte de arriba estaba la “cocina”, la zona para “comer” que por las noches se transformaba en la “habitación” de la tripulación y en la proa una zona chill con unos puff gigantes para relajarse y tomar el sol.
El capitán, Eliecer, nos dio una noticia que debería habernos preocupado pero que, por ignorancia meteorológica, no nos inmutó. En vez de partir esa misma noche –como estaba planeado- esperaríamos a la mañana siguiente. Muchas explicaciones no nos dieron, sólo que el clima en “altamar” estaba un poco complicado.
Era difícil de imaginar esas “complicaciones atmosféricas” cuando los 11, amontonados en la proa, veíamos que no soplaba ni una gota de viento. Tampoco ayudaba la imagen que muchos –casi todos- tenemos del Caribe: un mar tranquilo como una piscina, con aguas turquesas y cálidas… ¿qué tan ‘complicado’ podía ponerse un mar así?
Con esa notica en mente, nos quedamos todos charlando un rato y aprovechamos para conocernos un poco, hablar sobre viajes hasta que de a poco, uno a uno, se fueron retirando a sus camarotes.
A mi me tocó compartir camarote con un chico israelita y una chica austríaca. Con esta última también tenía que compartir cama. Si, había que “intimar” rápido para que el momento de meterse en la cama no fuera raro. Acostumbrada a compartir habitaciones en los dormitorios de los hostales para mochileros, no me importó mucho.
De todas maneras, y aunque me hubiera importado, no tenía muchas opciones. El espacio era reducido y la distribución de camarotes estaba en manos de la tripulación.
A la mañana siguiente, y a medida que nos fuimos levantando, nos sentamos en los sofás dispuestos junto a la cocina para desayunar y ahí fue cuando Eliecer nos dice que “sigue complicada la situación en mar abierto, así que vamos a navegar hasta la isla de Baru para no estar anclados en la marina de Cartagena y ya veremos cómo se va desenvolviendo la tarde”.
Cuando el paisaje que te rodea es paradisíaco, los chapuzones en mar cristalino y cálidos están asegurados no te importa mucho esperar un día más para surcar el Caribe. Estábamos en una zona idílica y poco tardamos en percatarnos que había otros veleros y catamaranes “parados” en esta misma zona esperando la luz verde para salir a mar abierto.
Cuando me enteré que la tripulación del “Victory” –otro de los barcos esperando zarpar- tenía mate abordo, no dudé en lanzarme al agua y con la poca destreza que tengo, nadar hasta allí. Conocí a todos los viajeros y entre mate y mate nos fuimos conociendo. Ellos llevaban ahí más de 24 horas esperando para desanclar… pero mal no se lo pasaban con su buena reserva de botellas de ron y piñas frescas.
Justo cuando pusimos algo de música y parecía que la fiesta iba a ser épica, Rey –el ayudante del capitán de mi barco y futuro héroe- me avisa que “había una ventana de clima tranquilo y que zarparíamos sin más demora”.
Regresé al Big Fish 2 y comenzó la aventura. La emoción era extrema… nos dirigíamos a mar abierto y si todo salía bien, en menos de 36 horas estaríamos en el paraíso mismo: las islas del archipiélago de San Blas.
Nos amontonamos en los pufs de la proa, extasiados, disfrutando de las vistas del mar infinito mientras dejábamos atrás toda tierra firme. El mar estaba tranquilo, y las charlas con mis compañeros de aventura eran fluidas, cómodas, divertidas. A medida que pasaban las horas, el barco fue cogiendo un ritmo un poco más “salsero” y las charlas y las risas fueron menguando.
Tras el atardecer el mar embraveció, las olas eran cada vez más altas y perdimos de vista al Victory, embarcación que realizaría la hazaña junto a nosotros –según nos había contado el captán-. De repente el silencio se apoderó de todos. El barco chocaba contra las olas que cada vez eran más altas y nos empapaban por completo cuando Amy nos avisó que la comida estaba lista y servida.
En cuanto dejamos la proa y nos sentamos a la mesa, uno a uno se fue levantando frente a los platos aún intactos para doblarse en la baranda y vomitar. Los comensales nos alejamos uno a uno de la mesa y buscamos desesperadamente la biodramina. Después cada uno buscó un rincón cerca de las barandas donde poder “dar vuelta” el estómago.
Ahí estábamos. Once desconocidos intentando mantener la compostura o vaciando las entrañas frente al resto. Quienes aún manteníamos la comida del día en nuestros estómgos intentamos ayudar con un vaso de agua, un pañuelo de papel, una mano en el hombro o unas palabras de ánimo a quienes ya estaban verdes y totalmente descompuestos. En realidad queríamos llorar.
El Mar Caribe había enfurecido y en su bravura nos dejó doblados y sin habla a prácticamente todos los pasajeros. Yo intenté concentrarme en un punto fijo pero no funcionó mucho. Lo que si funcionó fue la pastillita mágica y en menos de media hora tenía tanto sueño que me quedé dormida hecha una bolita, como un gato, sobre una de las neveras del barco.
No me animaba a bajar al camarote, donde la sensación de movimiento era más fuerte. Además, la brisa marina (vientos huracanados, en realidad) me venía mejor para el malestar estomacal.
Me desperté por un violento movimiento del barco y lo vi al capitán, solo y con ambas manos pegadas al timón, con cara de circunstancia y le pregunté si íbamos a morir. Me aseguró que no.
Eso si… me dijo que “habíamos perdido al Victory”. Aunque no lo conocía tanto, pude leer signos de preocupación en su voz y en su mirada. ¿Siempre es así el viaje?, le pregunté. “No, pero estamos atravesando una tormenta tropical. Intenta descansar. Esperemos que mañana esté más tranquilo el clima”.
Obediente y medio drogada aún por los efectos de la biodramina, me animé a bajar al camarote y en cuanto caí en la cama me quedé dormida.
Abrí los ojos y sentí el vértigo del movimiento. Los deseos del capitán estaban lejos de cumplirse. Las olas eran más altas que la noche anterior y el viento soplaba con más fuerza. El barco era una coctelera y yo sólo atiné a buscar más biodramina. Subí a buscar mi desayuno para no meterme la pastilla en el estómago vacío y revuelto. La situación no era nada mejor.
No eran ni las 8 de la mañana y ya había gente vomitando en la baranda. Me tomé el café y la pastillita milagrosa que había logrado que no me descompusiera la noche anterior. Aún no lo sabíamos pero esa tormenta tropical que nació en el Pacífico y atravesó la cintura de América se había convertido en su camino en el Huracán Otto. Y nosotros estábamos navegando (muy cerca y) hacia él.
Ese fue el día más silencioso del barco. Nadie osaba a – o podía- hablar. Las caras eran todas verdes y serias. Los únicos que parecían ni inmutarse eran Rey y el capitán… porque sí, Amy, su estómago y toda su experiencia a bordo de un velero también terminó cediendo a la tempestad.
A media mañana bajé como pude, porque el velero era una verdadera coctelera, a mi camarote para agarrar la GoPro y filmar la cara más violenta del Caribe. Pero un movimiento lateral brusco me propulsó en el aire desde mi camarote –atravesando el pasillo en el aire- al camarote de enfrente y caí con las costillas contra una superficie afilada. Me desplomé. El dolor era intenso y yo no lograba respirar.
El golpe fue tan fuerte que desde arriba y casi al unísono gritaron: “estás bien, Vero?”. Yo no podía recuperar la respiración y el barco seguía agitándose al ritmo de las olas. Quienes no estaban vomitando, bajaron a mi rescate. Recuperé la respiración y me ayudaron a subir. El capitán, muy asustado, me dijo que tenía que verificar que las costillas no estuvieran rotas.
Y algo que no me dijo en ese momento, sino que me confesó luego, es que no había vuelta atrás ni ayuda médica posible porque con el huracán no podrían volar los helicópteros médicos. MENOS MAL QUE NO ME LO DIJO. El dolor era intenso. Profundo. Entumecedor. Me dolía respirar. Me dolía hablar. Me dolía reír, bostezar, moverme, estirarme, sentarme o acostarme. ME DOLÍA TODO.
Tras las verificaciones “de primeros auxilios básicos”, me dijeron que roto no había nada –así, a simple vista- pero que quizá estuvieran fisuradas. Reposo absoluto y mucho “voltarem Forte” más ibuprofenos para aguantar el dolor. No había otra opción.
Fueron 24 horas enteras de dolor, náuseas, vientos huracanados y sacudidas bruscas. Prácticamente nadie comió ese día. Tampoco hablamos. Sólo nos limitimos a “sobrevivir segundo a segundo” medio zombies por efectos de la medicación para los mareos. Cuando llegó la noche todos nos recluimos en los camarotes deseando que esa tortura se acabara.
Abrí los ojos de golpe por el dolor y el barco estaba quieto. Calmo.
El dolor en las costillas era más fuerte que el día anterior.
El sol se colaba por la ventana del camarote.
Con todo el esfuerzo del mundo me “levanté” y subí para encontrarme con el mismísimo paraíso.
Todo había pasado.
Las náuseas, el miedo, los vientos y las olas habían desaparecido.
Estaba en el edén… y no porque estuviera muerta. El paraíso en la tierra existe y había valido la pena todo ese viaje tortuoso y accidentado para llegar hasta allí.
Del infierno al paraíso en el mismísimo Mar Caribe.
Me serví un café, me apliqué más diclofenaco en las costillas y me senté al sol en la proa para disfruar de uno de los momentos más mágicos de mi viaje por América.
El archipiélago de San Blas consta de 365 pequeñas islas caribeñas de arenas bancas y palmeras que exhiben sus cocos. Muchas de ellas están deshabitadas y en otras tantas viven integrantes de la comuna Kuna Yala.
A medida que mis compañeros se fueron levantando se fueron uniendo a mi en la proa. En silencio. Agradecidos por la experiencia, por estar vivos y por estar ahí.
Y aunque no eramos íntimos amigos, ni sabíamos mucho los unos de los otros, nos alegraba compartir ese momento con esa gente. Habíamos atravesado lo mismo y nos merecíamos estar ahí. Juntos. Unidos. Disfrutando al fin.
Pasado lo peor, empezó la diversión: snorkeling y chapuzones en las aguas más cristalinas y cálidas, kayak, descansos en colchonetas de agua, caminatas por las diferentes islas… agua de coco y hogueras en la playa.
Así nos pasamos tres días enteros: de isla en isla disfrutando de cada segundo. Porque sabíamos lo que habíamos tenido que atravesar para estar ahí. Con mis costillas destrozadas mucho yo no podía hacer, pero Rey estuvo a la altura.
Me llevó en kayak o en bote a cada una de las islas, me prestó su “churro flotador” para hacer snorkeling y me arrastró por las aguas para que pudiera ver los fondos marinos y coralinos. Me ayudó a subir y bajar del velero cientos de veces y no me perdí de nada gracias a él y su buena disposición.
Nuestra única preocupación era la ubicación del Victory. Pero más miedo nos entró cuando el primer día visitamos una isla habitada por los Kuna. Los encontramos sentados al aire libre alrededor de una pequeña radio a pilas en la que estaban informando sobre “el huracán”. Ah! ¿Qué habíamos atravesado un huracán?
Esa fue la primera vez que supimos que la “tormenta tropical” había sido, en realidad, un huracán que dejó varios muertos a su paso por diferentes países centromaericanos y había enturbiado y destrozado parte de las islas de San Blas. Esa era la explicación de muchas palmeras tumbadas o flotando en el mar. O la suciedad en las orillas de las islas.
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Toda la basura que generamos en el mundo había sido movida y arrastrada por la fuerza de los vientos hacia el mismísimo paraíso panameño. Al regresar al barco le dimos la información al resto de los compañeros… no habíamos sobrevivido una tormenta tropical, sino a un huracán (o, lo que es lo mismo, un ciclón tropical).
¿Y el Victory?
Hasta el último día no supimos nada de ellos. Pero cuando llegaron las noticias fueron buenas y lo celebramos a lo grande. Habían tenido que darse la vuelta porque a mitad de camino el motor se les rompió y sólo podían navegar a vela… pero hacia Colombia. Porque con un huracán –o tormenta tr
opical- no era muy sabio elevar las velas y dejar que el viento hiciera a su merced lo que quisiera con la embarcación.
Y así se pasaron 6 días que llegaron a su fin y cada uno de los integrantes de la aventura Big Fish 2 tomó un rumbo diferente. Y a pesar de haber estado tan unida a esta gente de la que sé más bien poco sobre sus vidas, sus creencias, sus trabajos, familias o proyectos; en viajes como este te das cuenta que nada de eso importa.
Lo que importa –como en todo viaje- es el momento: vivirlo al máximo, ayudar al otro dentro de las posibilidades y disfrutar.
Hay gente que me pregunta si lo volvería a hacer. La respuesta es lisa y llanamente: si.
Este post está dedicado a: Eliecer, Rey y Amy (la excelente tripulación). A mis compañeros Lisa, Thomas, Ursi, Susi, Kirke, Lilian, Rens y Joni. El viaje no hubiera sido el mismo sin vosotros.
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5 comentarios
Hola viajera!! Recuerdas el nombre de las islas que visitaste?? Se ven todas bonitas!!!
Saludos
Hola! En ese viaje visité varias islas… las tengo apuntadas en un cuaderno que no tengo ahora conmigo! 🙁 Pero prometo buscarlo y te digo los nombres. De todas maneras son TODAS igual de divinas!!! jajajaj
Colombia, qué bonita apuesta!!!! Aventura, alegría, gente encantadora, desafíos, diversidad, problemas (tampoco hay que negarlo), crecimiento y muuucho enriquecimiento cultural. Y ahora con el incentivo de mayor seguridad, gracias al proceso de Paz. Un saludo.
Vaya aventura! Tenía muchas ganas de leer esta experiencia en particular porque recuerdo haber visto tus stories y tener mucha curiosidad de saber más detalles! Vaya tela vaya tela!
Y oye, lo de compartir camarote vale, ¿pero compartir cama? uffff! ¿pagasteis menos que el resto o que?
También te digo, la recompensa de llegar a San Blas a pesar del golpe no está nada mal no?
Un abrazote
Jajjajaaj no, no he pagado menos por compartir cama… medio raro, lo sé! Igual yo me metí en mi sábana-saco de seda y eso era mi «frontera» con la otra chica. Aunque terminamos siendo re-amigas! jejejeje